Miro al mundo y me enfurezco de nuevo. Si en el pasado fueron los esclavos de Dubai, el hambre en el mundo, el cambio climático o los cobardes asesinos, hoy hay otras razones y voy a compartir una. Tal vez llego tarde porque ya no es noticia, ya no ocupa primeras páginas de periódicos del mundo, de hecho tal vez nunca las ocupó.
Zimbabue, lugar que he visitado y en el que he tenido una de las experiencias más increibles de mi vida, es hoy un país completamente hundido en la miseria mientras su presidente Mugabe, antiguo héroe nacional y personaje protagonista y clave en la historia reciente del país, celebra su cumpleaños con dos mil botellas de champán y 500 de wiskey, 8,000 langostas y 4,000 raciones de caviar.
Si miramos al pasado de Zimbabue, vemos una Rodhesia del Sur (el nombre viene de Cecil Rhodea, que dirigió la colonización inglesa de la zona a finales del s. XIX) rica en minerales y con una agricultura fuerte. Mugabe se conviertió en héroe nacional tras luchar por la independencia de su país y conseguir en 1980 que el poder fuese transferido a la mayoria negra (99% de la población). Mugabe pasó a ser el jefe del gobierno de la recién reconocida República de Zimbabue.
Sus primeros años en el gobierno (que a día de hoy no ha abandonado) fueron fructíferos y consiguió un desarrollo económico más que respetable. Cooperó con China y permitió que los granjeros ingleses permaneciesen en el país. Zimbabue llegó a ser uno de los mayores exportadores agrícolas de África. Mugabe también redujo el analfabetismo a menos del 10% de la población.
Hoy, pasada una década de prosperidad y otra en crisis, Mugabe sigue en el gobierno de Zimbabue, pero la imagen es muy distinta. Él se ha convertido en el clásico dictador borracho de poder, octogenario, corrupto. Zimbabue es ahora uno de los países más pobres del mundo: más de la mitad de la población se muere de hambre, el desempleo afecta al 90% de los adultos, la inflación es del 160,000%. Además, la esperanza de vida sólo alcanza la desalodora edad de 36 años, 65 de cada 100 niños menores de 10 años muere antes de superar esa edad (¡65!); y, para rematar, Zimbabue sufre el peor brote de cólera de su historia.
Mientras, Mugabe celebra por todo lo alto y sin ningún pudor su 85 cumpleaños. Cita El País un artículo de The Times cuando afirma que: “Un total de 4.000 porciones de caviar, 3.000 patos, 16.000 huevos, 3.000 tartas de chocolate y vainilla, champán francés y 8.000 cajas de bombones Ferrero Rocher” serán servidos en la fiesta de cumpleaños que promete superar a la del año pasado (¡que salió por 1,2 millones de dólares!).
Y una vez expuestos los hechos (con algo de opinión) de esta historia, dejo que cada uno piense en su conclusión. Seguro que las fotos de su casa ayudan....
Cosas insignificantes que sin embargo me hacen feliz:
-Las rayitas en la carretera que hacen tacatacataca y te tiembla el cuerpo
-Llegar al semáforo justo cuando se pone en verde
-Cuando voy en coche medio dormida y apoyo la cabeza en el cristal y el sol me calienta y me mece
-La lluvia cuando no llevo tacones y puedo permitirme que me empape
-La nieve si estoy en casa y no tengo nada que hacer
-Las chimeneas
-Dormir hasta tarde, a tu lado
-Escuchar una y otra vez esa música que siempre me hace sentir bien: ben harper, gotan project, jack johnson, saint germain, thievery, fat freddy’s drop, ojos de brujo, la mala, red hot chili peppers, sublime, tom petty, portishead, y tantos otros
-Papá cortando jamón con las gafas en la punta de la nariz y Vodkita, perrita fiel, a sus pies
-La risita que se le escapa a mamá cuando hace una interpretación libre de un comentario (y lo relaciona con algo sensual o sexual)
-Vivir al lado de todos mis primos
-Ver la cara de la gente cuando digo que tengo una hermana gemela
-Los esporádicos abrazos de mi hermano
-La casa de las Descalzas
-Sela
-El lomo ibérico, los huevos estrellados y el foie
-Las aceitunas, de cualquier color pero con hueso, acompañadas de patatas fritas y pepinillos
-Concinar, mínimo para dos
-Comerme la pasta mientras se cuece (de hecho, ir probando todo lo que cocino)
-Ben & Jerry’s Half Baked y Chunky Monkey, a medias contigo
-Las golosinas
-Tener ventana en el avión, a poder ser salida de emergencia
-Apretar el cinturón de seguridad en el avión porque estoy más delgada que el pasajero anterior
-Ver que aparece una ventanita en la pantalla del ordenador que sólo dice "...", como un suave toc toc toc en la puerta, y saber que es Jota
-Los libros que me enganchan y no me dejan dormir de noche para seguir leyendo
-El sonido de las olas del mar
-Nadar
-Ver y hacer fotos
-Contar una y otra vez cuántos países he visitado, y darme cuenta de que la mayoría han sido contigo
-Caminar descalza
-Encontrarme el cepillo de dientes ya preparado (con pasta y mojado) por mi Adam o mis hermanas
Y a ti, ¿qué cosas insignificantes te hacen feliz?
Como salidas de una película, hay escenas de la vida que no parecen reales, sino ideadas por un director o guionista.
En Madrid hace unos meses estaba yo en La Alegria cuando me creí parte de una peli de Almodóvar. Busqué al genio gordito pero no le encontré, ni tampoco su cámara. Estaba Fermín en la barra y Benito sirviendo menús del día en el comedor a rebosar de gente. Un murmullo constante como banda sonora. Una mezcla de olores despiertan mi apetito. En nuestra mesa, la de la esquinilla, lentejas de primero y de segundo lomo de cerdo con patatas y huevos fritos para todos, olé! si es que no se puede ser más castizo. Sentada en una banqueta compartía mesa con otro madrileño de pura cepa y un americano que se chupaba los dedos con la comida.
De pronto, Benito, que por aquel entconces no me conocía, se acerca a mi mesa, señorita. ¿Helena?, imaginen mi asombro, yo que estaba de incógnito para que no me tratasen de forma especial por ser la hermana de la alegría del barrio, tiene una llamada. Y yo, sin salir de mi asombro, sigo a Benito hasta la cocina donde Luci fríe sin descanso patatas y huevos y filetes y más patatas. Una cocina pequeñita, como de playmobil, en la que Luci es la reina de los fogones y se las apaña sin problema para preparar tres entrantes y tres segundos distintos cada día. Eso sí es arte.
Al teléfono la alegría del barrio, no podía ser otra. Charlamos un poco y vuelvo a mi banqueta blanca en la esquinilla. Se ha vaciado el comedor y quedan un par de hombres fumando un cigarrillo y bebiendo un carajillo. Ahora que me han desenmascarado Fermín se acerca a saludar, secándose las manos en el delantal, Benito le sigue. Ellos no me conocían, pero yo no estaba en La Alegría por casualidad sino por recomendación.
Sorprendentemente uno de los hombres asegura haberme reconocido, sí hombre sí, esta es la del Cinco Días, ¿verdad?, y tiene toda la razón. Es el Kioskero y descubro que tiene una memoria extraordinaria, han pasado por lo menos seis meses desde aquella contraportada. De pronto acaparo la atención de todos los allí presentes, todo hombres porque Luci aún anda en la cocina. La escena es de lo más peculiar, y yo sigo esperando a que aparezca Almodóvar.
Hoy sin embargo, en la otra punta del mundo, me he sentido como en una peli del gran Tarantino. De castizo poco. Todo lo contratio. Adam y yo con resaca, llevamos más de 15 horas sin comer y en el estómago un par de botellas de Rioja cada uno. Hace cuatro horas que estamos trabajando pero estamos que morimos y necesitamos comida, grasienta a poder ser. Lo único que coincide con la escena anterior son las patatas fritas. Son las 12:30 de un miércoles cualquiera, en un McDonalds de Manila. Y no es un McDonalds cualquiera porque al entrar nos ha tomado nota una chiquita muy amable, quien a su vez le ha pasado el pedido a la cajera. Mientras Adam paga yo busco mesa, misión imposible, está a rebosar. Milagro, se levantan unas niñas de uniforme y no han dado dos pasos que un muchacho ya ha vaciado y limpiado la mesa y con una sonrisa me llama. Al mismo tiempo aparece Adam con una camarera a su vera que lleva la bandeja con nuestra comida. Esto sí que es fastfood y fastgood. Cuarto de libra con queso en una mano, patata en la otra, me doy cuenta de repente de que estamos fuera de lugar. Alguna mirada indiscreta, susurros, sonrisas de quienes nos rodean confirman que ellos también lo notan. Adam con traje y yo con el vestido más sexy pero formal que tengo, maletín, taconazo. A nuestro alrededor decenas de niñas de colegio, con uniformes blancos que cubren hasta debajo de las rodillas. Algunas familias, bebés. Casi todos comen pollo o espaguettis, y arroz. Todos Filipinos, bajitos, pelo negro, ojos ligeramente rasgados, labios gruesos, piel oscura. Me parece como si de pronto ellos fuesesn todos un decorado y nosotros los protagonistas de una escena que sólo puede ser de película.
Un hombre o una mujer sin manos no se puede lavar la cara, ni atarse los zapatos, ni desabrocharse el uno al otro la camisa. No pueden mesarse los cabellos, ni taparse los oídos, ni abrir un libro, ni tomar una pluma. No pueden leer ni dibujar el rostro que acarician, ni quitar las legañas a un bebé. No puede, al salir de una pesadilla, frotarse los ojos con alivio, ni colocar la palma o el envés sobre la frente de su hijo para medirle la temperatura. Ni comprobar el grado de dureza de una fruta, partir el pan, recorrer con la punta del índice los versos de un poema. Ni señalar podrían un pájaro en un árbol, una libélula sobre el estanque, un dolor en un punto concreto del pecho o la garganta. No podrían sin manos una mujer o un hombre sacar un conejo de la chistera ni unas monedas del bolsillo ni pintarse las uñas, ni clausurar los párpados de los padres fallecidos con los ojos abiertos. Unos adolescentes sin manos no pueden masturbarse ni cogerse de la cintura, ni retirarse el pelo de la frente, ni quitarse los granos de la cara. No pueden sostenerse la cabeza al llorar, ni encender los primeros cigarrillos, ni alcanzar aquellas zonas del otro en las que el único órgano de visión competente son las yemas de los dedos. Un bebé sin manos no tiene dónde almacenar la memoria de la ropa interior de su madre ni la textura de sus pezones. Aún así, hay lugares en los que las manos no valen nada. Las cortan como quien poda, arrojándolas al medio de la calle, donde los soldados las pisotean con la neutralidad asombrosa con que nosotros pisamos las hojas del otoño. No cabe imaginar mayor crueldad ni lobotomía tan eficiente como la de arrancar del cuerpo las manos espantadas. Quizá no nos la merezcamos, al menos mientras nos quepan en la cabeza la posibilidad de que otros vivan sin ellas.
Para mi los ascensores y los centros comerciales son muy parecidos: aire cargado, luz artificial, vaivén constante de gente. No me gustan ni los unos ni los otros, y los evito siempre que puedo porque me provocan claustrofobia y me agobian.
Sin embargo, en este país he descubierto una similitud más: son como el metro. Si te esfuerzas pueden resultar de lo más interesantes, además de entretenidos. El lugar idóneo para llevar a cabo una disertación antropológica.
Creo que nunca antes había pasado tanto tiempo metida en ascensores, y empiezo a acostumbrarme. De momento he conseguido que nadie me toque, ni me roce, tal vez porque siempre soy la única mujer blanca en el ascensor. Además de blanca, le saco una media de una cabeza a todos los que van metidos en esa caja que sube y baja. Así que se mire como se mire, siempre impongo algo de respeto, y curiosidad, a todos los presentes. Pero esa curiosidad es recíproca.
A mi personalmente me llama la atención un poco todo. Empezando por lo bruscos que son a la hora de meterse en el ascensor, como si en ello les fuese la vida, cuando hay cuatro más que antes o después volverán a pasar por el mismo piso. En esto los filipinos son pequeños pero matones, y si te descuidas se te cuelan 10 o 12. Y no exagero. Hay que tener en cuenta que si en un ascensor normal la capacidad máxima es de unas 15 personas, unos mil kilos, aquí caben el doble porque son diminutos y peso pluma. De hecho, algunas mañanas en las que dormito mientras espero paciente mi turno, fantaseo con que van a aparecer Ana Obregón y Ramón García cantando aquello de ¿Qué apostamos?porque no es normal que tanta gente se meta en un ascensor por voluntad propia y sin recibir nada a cambio.
Lo que más me molesta es su estrategia para coger el ascensor a la hora de comer. Como los que bajan van llenos, pues se meten en el que sube, porque en algún momento bajará. Total que quien realmente quiere subir no puede porque los que quieren bajar llenan el ascensor que sube para después bajar. Vamos, que si no estuviese en el piso 19 subiría y bajaría andando con tal de evitar meterme en la lata de sardinas.
Volvamos al interior de la caja en hora normal, véase yo rodeado de unos 20 personajes diminutos que me miran como si yo fuese la rara. En Europa, la gente va a lo suyo y la mayoría suele mirar al numerito que va indicando por qué piso va. Aquí no. Aquí te miran sin piedad, como si fueses de piedra. Te examinan de arriba a abajo, y si vas hablando no se cortan en escuchar, incluso se giran para oírte mejor si llegas a un momento interesante.
Pero no a todos les llamas la atención, hay otros, estos siempre hombres, que intentan arrancarse los pelos del mostacho o la perilla con las uñas, algo que ya me daba asco en Indonesia pero que veo es práctica normal en el Sudeste Asiático. Muchos simplemente prefieren sacarse espinillas y granos, como si estuviesen en el baño de su casa. Sí, lo sé, esta es una imagen desagradable para quienes os lo habéis imaginado, pero pensad en mi que lo vivo a diario.
Por otro lado siempre está la estupenda que va con gafas de sol en el ascensor; la guay que las lleva tipo diadema; la recepcionista modernilla que cree que el móvil es un altavoz y que su música es del agrado de los demás; y el repartidor de turno que tiene el detalle de usar auriculares, aunque no sepa que si lleva el mp3 al máximo de volumen es tan molesto como la receptionista y su móvil.
Y luego estamos Adam y yo. A saber qué pensarán ellos de nosotros...
Sus manos recorren mi cuerpo con el mismo cuidado, tacto y dedicación que lo hacían hace unos años. Mientras ella se concentra en buscar nudos y contracturas, yo pienso en sus manos. Pienso en ellas y en todas aquellas que veo a diario aquí. Manos que van y vienen, que todo lo tocan. La mayoría son pequeñas, uñas cortas, piel oscura. A lo largo del día veo cientos de ellas. Manos que van y vienen. Casi todas mueven rápida y ágilmente su pulgar para escribir mensajes de texto. Otras trabajan sin descanso en tareas que me parecen cuanto menos inútiles, como las de ese señor mayor que cada mañana arreglan sin descanso sus periódicos tirados en la acera, o quienes ordenan sus sellos de caucho por tamaño y color aunque no los mire nadie. Manos que van y vienen. Algunas me desconciertan, como en el ascensor de la oficina donde cada vez que lo uso, sin execpción, veo a hombres y mujeres urgando su nariz, sacándose espinillas o quitándose caspa del pelo. Me desconcierta, me irrta, me descoloca. En los semáforos tocan mi ventana sin cesar, unas simplemente piden limosna, otras venden desde cigarrillos a estropajos, pasando por cacahuetes y empanadas, pero absolutamente todas tocan mi ventana de forma insistente, como si por eso les fuese a hacer más caso. Manos que van y vienen. Otras son impacientes y sus dedos galopan sobre las mesa o sobre los espejos del ascensor de antes, o contra las ventanas de los bares, ansiosas. Unas fuman, otras dirigen el tráfico, algunas rebuscan entre la basura. Pero las manos que ahora me tocan son bellas, sabias y fuertes y recorren mi cuerpo como si lo hubiesen hecho todos los días de mi vida. Sus manos son únicas y las reconocería en la oscuridad si me tocasen un sólo segundo. Sus manos no las cambiaría por otras.