miércoles, 23 de mayo de 2012

El ascensor que me teletransporta a Indonesia


Un ascensor que huele igual que los de Indonesia me recibe esta mañana al llegar a la oficina de Estambul. No es un olor desagradable, de hecho no huele ni bien ni mal, es prácticamente imperceptible pero es capaz de despertar mil recuerdos en un segundo.

Subí y bajé en tantos ascensores durante aquel año, evité usar otros tantos por la acumulación de gente en ellos o por cumplir la norma que nos impusimos como equipo de siempre usar las escaleras para ir a un piso inferior al cuarto. Supongo que esta fue idea de Luke, quien evidentemente no llevaba tacones de aguja de 10cm, aunque nunca me pareció una mala ocurrencia y cumplía la pauta aún cuando iba sola. A veces nos partíamos de risa mientras subíamos, otras íbamos concentrados y repasando la estrategia establecida previamente para la reunión que estábamos a punto de empezar. Nunca dos escaleras ni dos ascensores fueron iguales, y sin embargo este ascensor me recuerda a todos ellos.

Pienso que tal vez hoy llevo alguna prenda que usaba también allí y por eso el olfato me ha trasladado temporalmente a la ciudad más caótica que conozco, pero no es así y sigue oliendo a Indonesia, el país que me hizo feliz mientras sufría. Donde más duro he trabajado y mayores recompensas tuve. El proyecto en el que más lejos estuve de Mr A, pero también el que nos regaló los mejores viajes juntos: el Cairo, que redescubrí con él; África en estado puro, desde las cataratas Victoria en Zambia hasta los elefantes de Chobe en Botsuana, sin olvidar por supuesto los leones de Zimbabue. Un Bali absolutamente mágico. Y nuestro comúnmente odiado Dubai.

Pero aquel año trajo aún más viajes, con mitwin y mi cunado (mi teclado no tiene ñ así que cuando le escribo nunca pongo cuñado sino cunado) por ejemplo visitamos templos inmensos, impactantes, deliciosos. Posamos al estilo Cleopatra junto a cientos de budas esculpido y tallados en piedra. Visitamos plantaciones de café y uno de los hoteles con más encanto que conozco. Bebimos, bailamos y comimos como nunca en Bali y visitamos un santuario de monos – donde mitwin fue atacada por uno de ellos. Vestimos una especie de pareos espantosos obligatorios para entrar en algunos templos y nos hicimos unas vergonzosas fotos con aquellas pintas. Vi los primeros arrozales impactantes de mi vida en Asia, tan verdes que parecía que habían saturado la imagen solo para el deleite de nuestros ojos. Le compramos a mi madrina en pleno verano un Papá Noel para su colección y la señora de la tienda por poco nos regala una gallina. En distintos viajes todos visitamos a los orangutanes de Borneo, uno de mis sueños de la infancia, y además conseguimos no coger malaria.

Con amigos estuvimos en el lago Toba, el más grande de Indonesia (mide casi el doble que el país vecino Singapur)  y el lago volcánico más grande del mundo. Se dice rápido, pero llegar hasta él fue sin duda el viaje más largo, incómodo y peligroso de mi vida. Aerolínea de medio pelo (y esto dicho en un país tercermundista es palabras mayores), una furgoneta conducida por un tarado local bajo la lluvia en dirección contraria y demasiado rápido incluso si hubiese sido de día, y para rematar un barco que yo estaba segura se hundiría en el lago durante la tormenta. Al final llegamos a salvo y disfrutamos de la paz de un lugar único que había visto tiempos de mucho más protagonismo tres décadas antes y que ahora podría describirse como decadente si no fuese por los increíbles paisajes. El lago, las montañas, los prados, los peculiares tejados de los edificios, los niños m
as sonrientes (y tal vez más pobres) que he visto hasta hoy.

Sé que visité aún más rincones de este país inmenso, delicioso y lleno de contrastes, pero la verdad es que  esto es lo que ha venido a mi mente en solo unos segundos, entre el bajo del edificio y el décimo primer piso en el que me bajo para entrar en la oficina. Afortunadamente no me acompaña nadie en el ascensor, porque seguro que se me ha puesto una enorme sonrisa en la cara totalmente fuera de lugar.

** tal vez me anime a ilustrar el post con fotos


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lunes, 13 de febrero de 2012

Amo viajar pero odio volar

Son las 5 de la mañana y yo no he dormido nada empezaba aquella cumbia, pero yo no ando de copas y bailoteo, sino que estoy sentada en una moderna pero triste terminal de aeropuerto. Son las 5:30 y tengo un vuelo en 1 hora, el segundo del día en despegar.

El aeropuerto está a medio iluminar, cosa que agradezco a estas horas en las que incluso saludar es difícil ¿buenos dias o buenas noches? El taxista me ha dicho lo primero pero en el aeropuerto me han dicho lo contrario. Para mi es noche, sin duda.

De primeras me ha sorprendido el aeropuerto, aunque al parecer estuve aquí hace menos de una semana, tal vez fuese otra terminal porque no reconozco nada. La tienda del Duty Free es la única abierta, y a todo bombo. Iluminada a más no poder, pero aun así los clientes no están muy tentados por sus colonias, cigarrillos y alcohol. Bien pensado podríamos montar una fiesta, pero viendo las caras de otros pasajeros entiendo que no hay ganas ni energía.

Finalmente he conseguido encontrar una cafetería, muy moderna también, hasta se llama Soho y hay carteles que dicen que todos sus ingredientes son orgánicos. Yo sólo quiero agua, gracias, pero no a 3,5 euros la botellita, no. Por ese precio me he pedido un smoothie -que es como un granizado de los de toda la vida sólo que sin azúcar y con fruta natural- y estoy reponiendo vitaminas a la vez que caigo en que hace un frio del carajo y el smoothie está helado. Voy espabilándome gracias a esto y me viene bien la bomba de vitaminas porque últimamente cada vez que entro en un avión sana, salgo enferma, y encima me cobran.

Los aeropuertos, como sabéis, me ponen de mal humor: el pastón del taxi, los retrasos, las colas interminables para todo: facturación, cafetería, kiosco, controles de seguridad que seguro podrían ser más rápidos y eficientes.

Detengámonos en esto último. Creo que alguna vez lo he escrito aquí y sé que sueno muy radical, pero creo y defiendo arduamente la idea de que haya colas específicas para viajeros habituales. No sé cómo nos detectarían, pero no puede ser que el señor que lleva líquidos y tijeras en la bolsa de mano, portátil en la mochila, y llaves, monedas y móvil en el bolsillo pase por la misma cola que otros más... organizados. Yo tardo unos 30 segundos en hacer lo siguiente: siempre cojo 2 bandejas, en invierno 3. Si hay 3 la primera es la invernal: botas y abrigo, así mientras espero a que reaparezcan las otras dos bandejas ya me ha dado tiempo a volver a calzarme. Segunda bandeja - o primera si no es invierno- va la bolsa del ordenador (vacía), mi bolso, pulsera (la que absolutamente siempre pita), periódico o revista de turno si no cabe en la bolsa del ordenador, y tarjeta de embarque. Última bandeja: el ordenador - así cuando sale por el otro lado ya tengo la bolsa abierta y preparada.

Si llevo maleta siempre me aseguro de no llevar líquidos en contenedores grandes. Eso sí, jamás he separado los líquidos en una bolsita de plástico como piden en los aeropuertos, y jamás me han abierto la maleta por esta razón. De hecho, no me han abierto la maleta o bolso y no he pitado en el detector desde hace casi año y medio cuando pité en Londres en el tercer control de seguridad de ese día y como el detector manual no detectó nada que hubiese hecho pitar al arco, me obligaron a hacerme un escáner corporal - lo conté aquí, después de no encontrar nada me permitieron volar y en el otro lado del Atlántico me esperaba Mr A con un anillo en una mano y un enorme ramo de girasoles en la otra. Ahora soy Mrs A.

Antes de esta vez hacía años que no pitaba en un aeropuerto, desde que hace siglos me explicaron que lo que pitaba era la pulsera de los 16. Así que no veo porque tengo que estar en una cola durante 15 minutos si yo necesito menos de 60 segundos para pasar el control. Debería de haber colas express, como en los supermercados.

Para terminar, las azafatas, que son la guinda del pastel y la gota que a menudo colma el vaso. Entiendo que volar hoy no tiene nada que ver con el glamour de PanAm, pero las azafatas -o azafat@s- son cada vez más desagradables, prepotentes y maleducadas, y hasta donde yo entiendo su trabajo es precisamente servir cafés y dar las consignas de seguridad -a veces en 2 idiomas, todo un mérito que las convierte en diosas todopoderosas-. Y no me vengan con que en caso de emergencia ellas se harán cargo de la situación. Hace unos años tuve una despresurización de cabina con su correspondiente aterrizaje de emergencia, y a la azafata le dio un ataque de pánico en el pasillo y se puso a llorar, un pasajero tuvo que ponerle una mascarilla y sentarla en su asiento.

Además no soporto el frio que hace ahora en los aviones y la cara con la que las azafatas te miran cuando pides una manta y contestan que son para Business Class. Tú, en turista, pese a pagar 800 euros por un vuelo  transoceánico de 8 horas no mereces una manta, ni hablamos ya de los calcetines, máscara y cepillo de dientes que daban hace sólo unos años.

Y definitivamente no tolero cuando las azafatas mascan chicle, hablan la una con la otra a gritos sobre su vida privada mientras sirven las comidas casi sin mirar a los pasajeros, o se pasan 6 horas de 9 sentadas en la parte trasera del avión jugando al Angry Birds sin contestar a las llamadas esporádicas de aquellos pasajeros que no pueden dormir y quieren un vaso de agua. Y esto último me ha pasado recientemente, al final trepé por encima del pasajero que iba a mi lado para no despertarle y fui hasta la cola del avión a pedir el vaso de agua. La azafata de verdad jugaba al Angry Birds y tuvo la desfachatez de mirarme y pedirme que esperase un segundo, supongo que intentaba pasar de nivel.

Odio volar pero amo viajar, así que al mal tiempo, buena cara.
 
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sábado, 4 de febrero de 2012

Clara, la perra que le tenía miedo a su propia sombra

Hemos adoptado hace un par de semanas a Clara, una perra de año y medio que llevaba abandonada 6 meses. No hemos tomado la decisión a la ligera, sabemos que es una responsabilidad que nos va a acompañar durante muchos años, y así lo esperamos, porque con la responsabilidad viene su cariño y lealtad. 



Clara es asustadiza pero día a día va superando sus miedos. Al principio incluso su sombra la sobresaltaba, no bromeo. Poco a poco se familiariza con esa forma oscura que la acompaña allí donde va, y también ha aprendido que aunque ella lo intente, su sombra no juega con ella.

Descubrió después su reflejo. ¿Quién está ahí? parecía preguntarse. Se veía reflejada en la puerta de la terraza y después de observarse unos segundos entraba en casa, claramente buscando a ese otro animal que veía a través de la puerta acristalada. Pero del otro lado no había nada. Volvía a salir, y volvía a verse, sin reconocerse. Y de nuevo repetía el proceso, entrando en casa, buscando. Sus orejas entonces se levantaban y podías ver la confusión en todo su ser. Ahora no sé si se ignora a sí misma o si ha perdido interés en ese otro perro que se vuelve invisible cuando lo busca. 



Los olores son su debilidad y si pudiese seguiría cada rastro hasta el infinito. Cuando llegó a casa olió cada centímetro de cada habitación. La aspiradora le tomó 10 minutos sin pausa de intriga y pasión, olisqueando cada trocito. Cuando sale de paseo pasa más tiempo identificando olores que caminando. De vez en cuando hay un olor especial, quién sabe qué huele, pero levanta la pata delantera derecha y la mete hacia dentro, como buena perra de caza. Clara es una mezcla de Bretón y tiene casi todo de esa raza.



Y aunque el olfato es claramente su sentido más fuerte, el oído no falla tampoco. Los sonidos nuevos son inquietantes, ya puede ser la puerta del portal, el ascensor o algún vecino tres pisos por debajo de nosotros. Pero sin duda lo que peor lleva es el viento fuerte que a veces se cuela ligeramente por la chimenea. No puede soportarlo, no entiende, busca, rastrea, olisquea. Levanta las orejas y se queda quieta, completamente concentrada. La televisión está delante de la chimenea y al principio pensábamos que era eso lo que oía, porque se ponía a escasos centímetros de ella y la miraba fijamente como si nada más en este mundo existiese. Pero es el ruido que se cuela por la chimenea el que la intriga, sin duda.

El proceso de aprendizaje no sólo lo vive ella. Nosotros también. Ahora sabemos que se marea en el coche, así que todos los días damos una vuelta a la manzana para intentar que lo supere. También nos dimos cuenta de que comía poco no por timidez sino porque su comida no le gustaba mucho, y ahora hemos dado con una que le encanta y devora. 



Le gusta pasear y por eso la sacamos cuatro veces al día. El primer paseo del día es mío, y el último de Mr. A. Ella a las 8 en punto cada día se despierta y de forma sigilosa e inteligente me despierta a mí. Su padre, Mr A, no se despertaría aunque ella se metiese en la cama con él. Y como Clara es lista, ya sabe que es mamá quien cede todas y cada una de las mañanas y termina sacándola de paseo.

Como decía, su forma de despertarme es sigilosa, porque no ladra ni salta en la cama. No, ella es mucho más lista. Saca las uñas y se pasea por el salón como si bailase claqué, porque el suelo es de mármol. Si con eso no cedo, entonces despacito entra en la habitación, todavía con las uñas fuera, se acerca a papá, nada. Se acerca a mí y me hago la muerta, ni respiro. Entonces vuelve a salir y delante de la puerta salta sobre las cuatro patas, no de forma violenta, más bien juguetona.  Pero yo ahí ya no aguanto, para estar en la cama ignorándola casi prefiero levantarme y disfrutar de su amor. 



Entonces ella me recibe con fiestas. Es sin duda su momento, el único del día en el que se permite ser juguetona, me salta encima, da vueltas sobre sí misma. Y todo esto me recuerda a Valeria, la niña más linda del mundo, que ya tiene tres meses. Su madre me contaba el primer mes que Valeria la despertaba en mitad de la noche y ella no podía más que comérsela a besos. También me decía que a esas horas era cuando la enana le dedicaba todas sus primeras sonrisas. Valeria y Clara ya se han conocido por videoconferencia.

Es alucinante como un perro puede ser tan parecido a un hijo, y como un humano desarrolla el mismo instinto paternal de protección, amor y cuidado. Es difícil encontrar el equilibrio entre educar y dejarse llevar por el cariño. Clara intenta día tras día subirse al sofá con nosotros, o más bien sobre nosotros. Y aunque me encantaría cogerla y achucharla mientras veo la tele, sé que es mi deber educarla y ser dura conmigo misma, no ceder.



Además, como una madre primeriza, cada vez que alguien me da pie a hablar de ella con un simple ¿qué tal Clara?  yo pierdo el sentido del tiempo y puedo hablar de ella como si el resto del mundo no existiese. Como aquí, que sólo quería contaros que Clara es  guapa y cariñosa, Clara es dulce  y muy curiosa, pero he terminado dedicándole ya un buen rato de vuestra atención.

Ahora, si me lo permitís, para terminar de ser una madraza, quiero compartir alguna otra foto de mi niña guapa.




 
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martes, 17 de enero de 2012

American Horror Story

El otro día en Londres me sentí como un personaje de American Horror Story. Empezó todo en el avión con la friki asiática sentada a mi lado, joven y rechoncha, que se pasó medio vuelo, más de dos horas, mirándome. Mirándome descaradamente. Estaba a 20 centímetros de mí, no había duda. Casi le suelto una bordería pero pensé que era mejor ser una señora e ignorarla.

En el metro camino al hotel vi lo más perturbador que me he encontrado en la vida. Juro que es cierto. Siamesas, si es que así se llama a una chica con dos cabezas. No me lo imaginé, era cierto. Una chica de unos diecisiete años con dos cabezas, las dos rubias, muy parecidas, hablando la una con la otra. Sólo había un cuerpo y vi como se hablaban y reían. Aún ahora cierro los ojos y las veo. Terrible.

El camino del metro al hotel, por la noche, parecía desolador, ni un alma. En recepción más de lo mismo, o más bien la misma ausencia, nadie. Por fin apareció un hombrecillo que muy amablemente me dio la llave de mi habitación. Una vez en ella sonó el timbre, abrí la puerta y … nadie. Se habrían equivocado. A los 10 minutos lo mismo: timbrazo, nadie. Y así hasta cinco veces en una hora. Terminé por entender que debía de ser un cortocircuito y bajé a pedir otra habitación. El mismo hombrecillo me miró como si la perturbada fuese yo, pero cedió a mi petición. En la nueva habitación todas las luces estaban encendidas y había música. Además, alguien había dejado una tarjeta de esas que abren las puertas de las habitaciones de hotel hoy en día puesta en la hendidura típica también de hoteles para meter la tarjeta y tener electricidad.

O yo soy muy lista o era muy obvio que era una llave maestra, supongo que de la señora de la limpieza. Probé y efectivamente, esta llave abrió dos puertas de habitación distintas. Podía habérmela quedado y tal vez hacerme rica robando a otros huéspedes, claro que no lo hice. La devolví y me instalé en mi nueva habitación. La TV me dio la bienvenida como Peter Tosh, mira tú. Y de pronto me di cuenta de que la habitación no tenía ventana, ni una. El baño tampoco. Nunca he estado en un hotel sin ventana. La sensación es agobiante y extraña, casi como en un psiquiátrico. Me parece inquietante que me recuerde a un psiquiátrico, cuando evidentemente nunca he visto uno más que en televisión.

A media noche me desperté con un calor agobiante y empecé a pensar que al no tener ventana tal vez faltaba aire en la habitación. ¿Y si moría asfixiada? Paranoias del cansancio, quise creer. Cuando intentaba volver a dormirme me percaté de un ruidito, un chirrido constante pero no regular. ¿Alguien echaba un polvo? …. Sí. Pronto tuve el honor de compartir, en estéreo, el placer ajeno. Unos gemidos altos y claros invadieron mi habitación como si la pareja en pleno éxtasis compartiese cama conmigo. Lejos de parecerme divertido pensé que era desagradable y perturbador, como el resto de vivencias en las últimas horas.

Y después ya no sé si soñaba, deliraba por el calor, o era real, pero varias veces me pareció oír como alguien introducía una de esas tarjetas en mi puerta e intentaba abrirla en plena noche. Afortunadamente estaba cerrada con cerrojo. Pero, y si era ¿Peter Tosh o la señora de la limpieza que venía a recuperar su tarjeta y apagar música y luces?

  
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domingo, 8 de enero de 2012

Perdida y encontrada

Borracha en jetlag tras viajar de un lado del Atlántico al otro y de una costa de Eeuu a la otra, y vuelta a cruzar Eeuu y el Atlántico para pasar Noche Vieja en España, sintiéndome precisamente como una vieja, todo esto en sólo 10 días, me toca ponerme a currar, y viajar de nuevo a ese país que une Oriente con Occidente, Europa con Asia. 

Las Navidades han pasado volando, en este caso nunca mejor dicho, y tras 10 días siguiendo el ritmo del cuerpo sin que día/noche o sol/luna marcasen mis horarios, me ha tocado levantarme a las 7 de la mañana, 6 en España, las 21h en San Francisco.

Debe de ser normal sentirme perdida tanto en el tiempo como en el espacio. Mi cuerpo empieza a no responder a los comandos de mi cerebro, o a lo mejor es que la resaca empieza a afectar a este y ya no sabe dar órdenes.

Al llegar al hotel en el “Cuerno de oro” en Estambul era de noche, por la mañana hay una niebla tan intensa que parece que el tiempo también se ha aliado en mi contra. No veo absolutamente nada por la ventana, como si no estuviese lo suficientemente perdida de por sí.

De camino a la oficina en taxi me encuentro con un atasco monumental, de los que Estambul te regala cuando menos lo esperas y menos te conviene. Y entonces, de pronto, como por arte de magia, el taxista enciende la radio y suena Jack Johnson.  Y entonces, de pronto, como por arte de magia, me encuentro a mí misma, me siento bien y feliz, rejuvenecida. No conozco la canción que suena pero me hago con la melodía rápidamente y en un minuto ya estoy tarareando. Si la canción hubiese sido “better together” o “banana pancakes” no me habrías creído, así que es mejor así. 

  
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