lunes, 13 de febrero de 2012

Amo viajar pero odio volar

Son las 5 de la mañana y yo no he dormido nada empezaba aquella cumbia, pero yo no ando de copas y bailoteo, sino que estoy sentada en una moderna pero triste terminal de aeropuerto. Son las 5:30 y tengo un vuelo en 1 hora, el segundo del día en despegar.

El aeropuerto está a medio iluminar, cosa que agradezco a estas horas en las que incluso saludar es difícil ¿buenos dias o buenas noches? El taxista me ha dicho lo primero pero en el aeropuerto me han dicho lo contrario. Para mi es noche, sin duda.

De primeras me ha sorprendido el aeropuerto, aunque al parecer estuve aquí hace menos de una semana, tal vez fuese otra terminal porque no reconozco nada. La tienda del Duty Free es la única abierta, y a todo bombo. Iluminada a más no poder, pero aun así los clientes no están muy tentados por sus colonias, cigarrillos y alcohol. Bien pensado podríamos montar una fiesta, pero viendo las caras de otros pasajeros entiendo que no hay ganas ni energía.

Finalmente he conseguido encontrar una cafetería, muy moderna también, hasta se llama Soho y hay carteles que dicen que todos sus ingredientes son orgánicos. Yo sólo quiero agua, gracias, pero no a 3,5 euros la botellita, no. Por ese precio me he pedido un smoothie -que es como un granizado de los de toda la vida sólo que sin azúcar y con fruta natural- y estoy reponiendo vitaminas a la vez que caigo en que hace un frio del carajo y el smoothie está helado. Voy espabilándome gracias a esto y me viene bien la bomba de vitaminas porque últimamente cada vez que entro en un avión sana, salgo enferma, y encima me cobran.

Los aeropuertos, como sabéis, me ponen de mal humor: el pastón del taxi, los retrasos, las colas interminables para todo: facturación, cafetería, kiosco, controles de seguridad que seguro podrían ser más rápidos y eficientes.

Detengámonos en esto último. Creo que alguna vez lo he escrito aquí y sé que sueno muy radical, pero creo y defiendo arduamente la idea de que haya colas específicas para viajeros habituales. No sé cómo nos detectarían, pero no puede ser que el señor que lleva líquidos y tijeras en la bolsa de mano, portátil en la mochila, y llaves, monedas y móvil en el bolsillo pase por la misma cola que otros más... organizados. Yo tardo unos 30 segundos en hacer lo siguiente: siempre cojo 2 bandejas, en invierno 3. Si hay 3 la primera es la invernal: botas y abrigo, así mientras espero a que reaparezcan las otras dos bandejas ya me ha dado tiempo a volver a calzarme. Segunda bandeja - o primera si no es invierno- va la bolsa del ordenador (vacía), mi bolso, pulsera (la que absolutamente siempre pita), periódico o revista de turno si no cabe en la bolsa del ordenador, y tarjeta de embarque. Última bandeja: el ordenador - así cuando sale por el otro lado ya tengo la bolsa abierta y preparada.

Si llevo maleta siempre me aseguro de no llevar líquidos en contenedores grandes. Eso sí, jamás he separado los líquidos en una bolsita de plástico como piden en los aeropuertos, y jamás me han abierto la maleta por esta razón. De hecho, no me han abierto la maleta o bolso y no he pitado en el detector desde hace casi año y medio cuando pité en Londres en el tercer control de seguridad de ese día y como el detector manual no detectó nada que hubiese hecho pitar al arco, me obligaron a hacerme un escáner corporal - lo conté aquí, después de no encontrar nada me permitieron volar y en el otro lado del Atlántico me esperaba Mr A con un anillo en una mano y un enorme ramo de girasoles en la otra. Ahora soy Mrs A.

Antes de esta vez hacía años que no pitaba en un aeropuerto, desde que hace siglos me explicaron que lo que pitaba era la pulsera de los 16. Así que no veo porque tengo que estar en una cola durante 15 minutos si yo necesito menos de 60 segundos para pasar el control. Debería de haber colas express, como en los supermercados.

Para terminar, las azafatas, que son la guinda del pastel y la gota que a menudo colma el vaso. Entiendo que volar hoy no tiene nada que ver con el glamour de PanAm, pero las azafatas -o azafat@s- son cada vez más desagradables, prepotentes y maleducadas, y hasta donde yo entiendo su trabajo es precisamente servir cafés y dar las consignas de seguridad -a veces en 2 idiomas, todo un mérito que las convierte en diosas todopoderosas-. Y no me vengan con que en caso de emergencia ellas se harán cargo de la situación. Hace unos años tuve una despresurización de cabina con su correspondiente aterrizaje de emergencia, y a la azafata le dio un ataque de pánico en el pasillo y se puso a llorar, un pasajero tuvo que ponerle una mascarilla y sentarla en su asiento.

Además no soporto el frio que hace ahora en los aviones y la cara con la que las azafatas te miran cuando pides una manta y contestan que son para Business Class. Tú, en turista, pese a pagar 800 euros por un vuelo  transoceánico de 8 horas no mereces una manta, ni hablamos ya de los calcetines, máscara y cepillo de dientes que daban hace sólo unos años.

Y definitivamente no tolero cuando las azafatas mascan chicle, hablan la una con la otra a gritos sobre su vida privada mientras sirven las comidas casi sin mirar a los pasajeros, o se pasan 6 horas de 9 sentadas en la parte trasera del avión jugando al Angry Birds sin contestar a las llamadas esporádicas de aquellos pasajeros que no pueden dormir y quieren un vaso de agua. Y esto último me ha pasado recientemente, al final trepé por encima del pasajero que iba a mi lado para no despertarle y fui hasta la cola del avión a pedir el vaso de agua. La azafata de verdad jugaba al Angry Birds y tuvo la desfachatez de mirarme y pedirme que esperase un segundo, supongo que intentaba pasar de nivel.

Odio volar pero amo viajar, así que al mal tiempo, buena cara.
 

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