viernes, 8 de mayo de 2009

Gracias por todo, Filipinas


TEXTO CEDIDO POR Jota

Manila empieza a sonreírte, y a llamarte sir, tan pronto como aterrizas. Ya estás sudando, y comprendes por qué todo el mundo lleva una toallita o un pañuelo en el cuello de la camiseta.


Nadie parece hacerte caso, hay demasiado ajetreo en todas partes, y todos nos hemos convertido en atareadas hormiguitas en fila, que nunca chocan entre sí. Desde un mirador, te das cuenta de que es una ciudad demasiado grande, demasiado compuesta de vidas independientes como para comprenderla. Células que no parecen conscientes del todo que forman.




Pero Manila es una isla en un mar de islas. Más allá, campos tan verdes que a las vacas, atadas por la nariz al suelo junto a las cunetas, les da pereza pastar. “Total, la hierba no se va a acabar…”, piensan demasiado vagas para agacharse. La tierra apenas se adivina debajo, y más bien parece que la selva impenetrable se extienda hasta el centro de la tierra.


Cada casa de bambú tiene su propio coro de gallos, cada pueblo su legión de triciclos y jeepnies. En cualquier carretera puedes parar y comprar fruta, carne, gasolina, tabaco… Casi cualquier cosa que necesites, estará a tu disposición en ese puestecito, o el siguiente.


No hay demasiados europeos, así que suele llamarte la atención encontrarte con otros. En general, parecen estar tan alucinados como tú. Perfectamente integrados, por suerte conseguimos olvidarnos de nuestro color. Después de todo, Butch nos recordará siempre que su culo es tan blanco como el nuestro, incluso a pesar de su Jaguar.



En otras islas hay playas de postal con centros comerciales. Nada intrusivo, simplemente para tener algo que hacer después del masaje en la tumbona. Desde la piscina puedes ver bancos de peces nadando tranquilos en el agua cristalina. Las estrellas y el mar sería lo único que oyeses, si no fuera la noche del videoke (¿cuándo dejó de llamarse karaoke?) en la choza-bar del pueblo.


Al amanecer me pregunto qué sentirán realmente los delfines hacia los barcos, su estruendo, y su olor a diesel. Luego la banca te llevará a la choza-aeropuerto. Pero de camino, si quieres, puedes hacer un recorrido por las iglesias más antiguas construidas por los españoles. Por suerte, aquí no somos recordados como conquistadores sanguinarios. Los japoneses fueron más crueles hace menos tiempo, así que ya sólo vienen coreanos. La herencia española se respira orgullosamente incluso en el lenguaje, de forma casi inconsciente, y casi acabas contagiándote. La nobleza del caballero español se ha conservado aquí de forma casi salvaje.


Por lo menos, “El Adelantado” Miguel López de Legazpi -cuyos restos yacen “confundidos y revueltos” con los de su nieto y otros “héroes de la conquista”- tuvo el detalle de juntarse con un jefe local para beber ambos la sangre del otro. Fruto del cariño de tus huéspedes, integrado y empático, deseas con todas tus fuerzas que gane Paquiao, y que no se extingan los tarseros.


Hacia el final del viaje, te das cuenta de que aquí puedes incluso respirar debajo del agua. Descubrir que los peces-payaso también tienen sentimientos, y que en el arrecife eres también una torpe hormiguita, intentando no estorbar el caótico pero fluido tráfico. Bucear allí es un regalo que no se olvida fácilmente, y siempre daré gracias a la diosa de la magia que me transportó a ese mundo por primera vez.


Si tienes suerte, puedes salir de allí con un dragón como aliado silencioso, para no olvidarte de la herencia china que hace al filipino un ser calmado, sabio, sonriente.


Alguien me dijo una vez que si hay un lugar para encontrar tu alma, ese es Filipinas. De vuelta al gris, al marrón, a la ciudad seca y luminosa sin ningún espíritu selvático, te das cuenta de que en efecto, tu alma ha cambiado. Y te reconforta echar de menos otro aire, otra gente, otra forma de vivir. Sin duda, me conozco un poco mejor, y me gusto un poco más.


Gracias por todo, Filipinas.



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