“¿América?” pensó él. Sabía que estaba muy lejos, que cuando allá era de noche acá era de día, y que sus vecinos también se habían ido a América pero años antes, cuando él era un crío. Sabía que quienes van no vuelven, porque sus vecinos nunca volvieron, y porque su madre siempre le hablaba de ese gran país y del sueño americano.
Aunque todavía era pequeño, entendía bastante bien la situación, y no le hacía demasiada ilusión marcharse sin más, no volver a ver a sus amigos, a su abuela, ¿qué seria de su perro? Pero él era un niño listo y bueno, nunca se quejó.
Era tranquilo, de movimientos lentos e ideas rápidas. Alto para su edad y su raza, con manos grandes y dedos largos y esbeltos. Pasaron los años y él nunca se quejó, pero en cuanto pudo hizo sus maletas y se largó.
Se quedó un tiempo en Hawai, porque tantas veces le habían dicho que aquello estaba entre acá y allá, y aunque en realidad era allá se parecía más a acá. Le gustó, pero seguía teniendo una cuenta pendiente al otro lado del planeta. Así que volvió a hacer las maletas y tranquilamente regresó al que en su infancia fue su hogar. Nada era lo mismo porque todo había cambiado, aunque de alguna manera seguía siendo el lugar que tanto había echado de menos.
En América su madre estaba escandalizada. Le horrorizaba la idea de confesar en su grupo social que su hijo había vueto a aquel lugar del que ella había logrado salir tras un enorme esfuerzo.
Pero él era listo y bueno, de movimientos lentos e ideas rápidas. Alto para su raza, con manos grandes y dedos largos y esbeltos.
Un desconocido le ofreció trabajar para él en la empresa que acababa de crear. Así se convirtió en el primer empleado de una empresa nueva que apostaba por un innovador negocio en un país desconocido, incluso para él. Su madre se seguía lamentando, pero ya sabemos que él era listo. Años después se ha convertido en el mayor socio de su empresa, y es el Presidente de un negocio que crece a pasos de gigante aún hoy en pleno infierno económico.
Y su madre, su madre llora cada vez que le ve y le ruega que vuelva a América, aquel gran país, porque ella nunca se dará cuenta de que él ya es el mismísimo sueño americano.
Y es que nuestros sueños no son los de los demás, ni nuestra felicidad debe medirse por los estándares de otros. Unos siguen el camino que les han marcado sin quejarse porque aunque no son felices, tampoco son infelices; otros se desvían y se quejan sin cesar así que siempre andan entre la felicidad y la culpa; mientras, los más listos se limitan a seguir su propio camino y disfrutarlo.