sábado, 26 de junio de 2010

De viaje

MADRID
Sólo a unas horas de coger un vuelo a Estambul me encuentro en una comisaría pidiendo un permiso algo especial al Ministerio del Interior -¡ni más ni menos!- y acto seguido estoy en el coche conduciendo hacia una zona que no conozco en absoluto, con un señor a quien tampoco conozco mucho pero que se ha convertido poco a poco en un ángel de la guarda y que resulta tiene un huerto y un corral a las afueras de Madrid. Aunque sé que no me sobra tiempo porque aún tengo que hacer la maleta e ir al aeropuerto, no puedo resistirme a la tentación de llevarle a mi madre verduras fresquitas y huevos cogidos por mi en un corral, no lo he hecho desde la infancia, en Sela y Sueros. Conducimos deprisa, de fondo Bebo Valdés y El Cigala. Nos recibe un gato vago, estirado en el suelo disfrutando cada rayo de sol, y las gallinas cloqueando. Muchas gallinas y dos gallos, uno viejo e inofensivo, el otro dueño y señor del corral. Los huevos están aún calentitos, unos se quedan para incubar. Acelgas, tomates, cebollas, ajos, calabacines. Manzanos y perales. Las verduras huelen a verdura y las frutas a fruta, como debe ser.

ISTANBUL
He recorrido este mismo camino una docena de veces y siempre me ha gustado. Supongo que es la forma más cómoda y rápida de ir del aeropuerto al centro de la ciudad, pero no tengo ni idea. Sales del aeropuerto, te sientas en un taxi, y te dejas llevar. Primero recorres a gran velocidad varios kilómetros de carretera, hasta que de pronto aparece a la derecha el parquecito que siempre me sorprende. Hoy me doy cuenta de lo verde que está en verano, y el contraste con el azul oscuro del mar a su lado es único. En realidad es más como un paseo marítimo o una corniche, ya que acompaña al mar durante varios kilómetros, pero está en una zona tan desangelada, tan poco céntrica, que no pega. A la izquierda hay algunos restaurantes de pescado, y luego nada. Hoy las canchas de fútbol del parque están vacías, es media noche, pero en el puerto industrial -así al menos es como lo llamo yo- hay acción y movimiento. Aún no he visto ninguna mezquita, ni minarete, pero es porque es de noche. Me siento perdida durante un rato, dejo de reconocer la zona por la que conducimos, hasta que me doy cuenta de que vamos a cruzar el Bósforo y veo por fin y con claridad Santa Sofía y la Mezquita Azul a mi espalda, iluminadas, preciosas, imponentes.

PARIS
Escribo ahora desde un tren parisino semi vacío, es pronto por la mañana y me acompaña un joven de aspecto despistado que toca el acordeón. Han sido sus notas las que han inspirado estas líneas. Y sí, claro, le he dado unas monedillas. El acordeón es verde, como sus ojos, y parece bastante viejo, al contrario que su dueño, quien me ha pillado varias veces mirándole. Su música embellece el camino, el día, la vida. Es como una banda sonora de este mini viaje, un poco al estilo Amélie. El tren sigue deslizándose rápido por paisajes poco interesantes, pasamos bajo algún que otro túnel, oscuridad por unos segundos. Y de fondo su música. Nadie más parece mirarle, pero no pueden no oirle, no pueden no sentir cada nota, todas melancólicas pero preciosas. Me gustaría que siguiese tocando para siempre, pero ya ha pasado al vagón contiguo y ahora sólo se oye el tren y alguna que otra señora hablando. Y me quedo con ganas de más, en silencio, intentando tararear la canción que ya he olvidado.

PHILADELPHIA:
Horas en aeropuertos, aviones, embajadas, comisarías: toda una pesadilla burocrática finalmente resuelta de la manera más fácil –que no cómoda- me ha regalado unos días en la Costa Este y la opotunidad de acompañar a mi prima en el día de su boda! Hace mucho más calor que en Madrid; la humedad se te cuela por los poros de la piel y parece ahogarte sin piedad, y ni la brisa del anochecer consigue apaciguar el ambiente. Dura sólo un segundo, pero de pronto no sé si es el calor, el cansancio o si son... ¡luciérnagas! Veo puntitos de luz flotando por el aire, por todos lados, se encienden un segundito, y puf, desaparecen. El jardín está lleno, efectivamente, de luciérnagas, y las sigo con la mirada, intento tocarlas tal y como hace Kaya, el perro de la familia, y a todos les hace gracia mi reacción, ellos completamente acostumbrados a tal espectáculo. De pronto empieza a soplar un fuerte viento, se hace de noche en segundos, y se pone a llover como llovía en Filipinas, o en la jungla de Borneo; una tormenta veraniega con rayos y truenos que dura sólo un rato, pero refresca la noche y nos deja con una sonrisa en la cara. Ya sabéis, después de la tormenta siempre llega la calma.

  
Sigue leyendo...