domingo, 27 de septiembre de 2009

Banaue: la 8ª maravilla del mundo


En el centro de Luzón, al norte, se esconden los arrozales de Banaue. La provincia se llama Ifugao y es una zona montañosa, a unos 1.500m de altitud, y con un clima muy lluvioso, más ahora que es la época de lluvias. Los corrimientos de tierra son frecuentes, y es normal quedar incomunicado por unas horas o incluso unos días. Son unos 370 kilómetros desde Manila, de los cuales 350 son por una carretera que en España llamaríamos comarcal, y de un carril por sentido. La segunda mitad del viaje es ya en la zona de montañas, con muchas curvas, desniveles, camiones a 20km/h.... El viaje dura unas 8 o 9 horas en coche (o autobús). No hay trenes ni vuelos.



Así que la semana pasada, después de nueve meses en el país y a tres semanas de largarnos, decidimos que este era un viaje obligado que no podíamos posponer más. El valiente era Mr. A como es habitual, ya que conducía él.


¿Cómo explico a quien no ha estado aquí cómo es un viaje por carretera en Filipinas? Es un desastre, un caos, un estrés. Es un poco como un videojuego: ese carril que hay por sentido es para los coches, los autobuses y camiones, jeepneys, bicis, ciclomotores, triciclos, niños, gallinas, cerdos... y lo que se tercie, vendedores de maiz, de piñas, de flores...





Además no hay arcén porque está ocupado por los anteriores cuando no por puestecillos que ellos llaman tiendas, los sari-sari en los que venden de todo y de nada, también mini restaurantes, peluquerías (como la de la foto).




Si consigues superar los primeros 200km te encuentras con paisajes asombrosos y muy diversos. En un principio son enormes explanadas llanas y amarillentas como las de Castilla, en las que se cultiva un poco de todo. Otras zonas son mucho más verdes y más llamativas.




Era época de cosecha en muchas aldeas y parecía como si todo el mundo participase en ello de alguna manera. Unos en el campo, otros secando cereales y semillas, los más fuertes cargando sacos en camiones.



 


Después llegan las montañas, como salidas de la nada. Se van haciendo cada vez más grandes, hasta que todo lo rodean. El paisaje es de un verde intenso. Abrimos las ventanillas y respiramos el aire fresco, limpio, puro. Llenamos nuestros pulomones y ya sólo por estos segundos de libertad el viaje ha merecido la pena.



Pero aún nos quedan muchos kilómetros que recorrer. La carretera es cada vez más difícil, serpentea sin fin, el asfalto está descuidado. Afortunadamente cada vez hay menos vehículos acompañándonos, hasta que terminan por desaparecer todos. A 20km de Banaue nos sorprende una tormenta que no esperábamos y nos ha costado más de una hora recorrerlos, conduciendo casi a ciegas porque la lluvia se ha convertido en una cortina que todo lo nubla, hay barro y tierra en el asfalto, ni un alma a la vista y mucho menos un lugar en el que esperar a que amaine. Hay que seguir adelante.

Según llegamos a Banaue la lluvia para. Son las cinco y media de la tarde y quedan unos minutos hasta que se ponga el sol, detrás de nubarrones grisáceos. Lo hemos conseguido, hemos llegado y aún nos esperan, grandiosas, las terrazas de arroz de Banaue. Mañana las descubriremos de verdad.



Nos levantamos muy pronto y desayunamos al lado de un ventanal que nos descubre un paisaje sobrecogedor. El sol aún amanece, como nosotros, y hay una niebla fina que se mezcla con las nubes bajas. Se me pone la piel de gallina. La imagen es única, y sé que sólo es el principio.





Contratamos un triciclo para ir a los arrozales de Banaue y a los de Batao y Hapao (hay dos más pero de difícil acceso y no tenemos tiempo para hacer senderismo) ya que no se puede llegar en coche. Son unos 20km de ida y otros tantos de vuelta y aunque en el hotel nos han dicho que se hace en 45 minutos, el conductor se ríe y explica que tardaremos por lo menos 3 horas en ir y volver, las lluvias de ayer han dejado problemas en el camino.



El recorrido es difícil, más para él que conduce, pero el paisaje no tiene desperdicio. Cuanto más nos adentramos en la montaña más nos sorprende ver que sigue habiendo gente, aldeas, casas sueltas aquí y allá, animales.



Las terrazas de arroz, o los arrozales en terraza, de Banaue están considerados en Filipinas como las 8ª maravilla del mundo. Y no les falta razón. La Unesco las declaró hace ya años patrimonio de la humanidad.



Se calcula que se construyeron entre el año 3.000aC y el 2.000aC, aunque algunos se atreven a asegurar que las primeras se construyeron allá por el 6.000aC. Sea como fuere, se construyeron a mano, con complicados sistemas de riego que recogían el agua de las lluvias de los frondosos bosques, y la repartían por los arrozales con un sofisticado uso de cañas de bambú.



Hoy siguen en uso tanto las terrazas como el método de riego! No sólo se cultiva arroz, también vegetales.




Pero es difícil entender la grandiosidad de este lugar sin poder verlo. Tal vez ayude saber que las terrazas tienen una superficie de más de 10,000km2, sin olvidar que están construidas en las laderas de las montañas.


















Para terminar, la gente de esta zona tiene rasgos especiales, distintos del resto de Luzón, más parecidos a la tribu Miao, originaria de China, y de donde se cree llegaron sus ancestros muchos siglos antes de Cristo.




Sigue leyendo...

jueves, 10 de septiembre de 2009

Recuerdos

Hay espacios, lugares, rincones que nos marcan para siempre. Puede ser desde la despensa de un amigo de la infancia, donde robabais dulces entre horas, hasta la casa en la que pasabas los fines de semana de niño. Unos representan momentos y sentimientos más intensos que otros, claro, y casi todos nos devuelven a la infancia.

Nosotros pasábamos los fines de semana en esa casita de la sierra. Era más pequeña que la casa en la que vivíamos en Madrid, y sólo teníamos un baño, así que tocaba pasar más tiempo juntos, y organizarse para lavarse los dientes. Qué de recuerdos de pronto. El olor de esa casa, en invierno con chimenea y en verano con barbacoas, nunca me abandonará. Vivíamos pegadas a nuestras bicis, en invierno en chandal y deportivas, en verano con victorias y unos años se llevaban con cordones, al siguiente sin.


Subíamos a los borrachos a comprar chucherías, y sólo años más tarde entendimos que aquel cuchitril era un bar donde todos los hombres estaban borrachos como sólo saben estarlo en los pueblos cuando no hay ganas de trabajar. Qué tiempos aquellos en los que mandaban a los niños al bar a comprar tabaco o cervezas, papá fumaba –negro- en el coche y escuchábamos El Larguero durante todo el viaje de vuelta, que era eterno porque todo Madrid volvía de pasar el fin de semana en la misma sierra y porque tanto gooool goool goool mareaba a cualquiera.

Paseábamos por los prados todos los días, nos creíamos valientes por acercanos a veinte metros de las vacas, y dábamos de comer a los caballos. Uno se llama Estrella. También había un burrito, pero este estaba sólo en una parcela abandonada, y a veces pasábamos por delante y le echábamos algún piropo.

Pasábamos mucho tiempo con los Ferri, que eran parte de la familia (aún lo son!). Nos llevaban de vez en cuando a limpiar el río y pasábamos el día en la montaña, recogiendo bolsas de plástico y botellas que encontrábamos flotando en el río para tirarlas en la basura, como dios manda. El Ferri escondía dinero en la calle o por la casa y nos hacía descubrirlo como por casualidad, para poder comprar más chuches. Los martirios chinos consistían en cosquillas que te hacían llorar de la risa, y no fallaban nunca.

Una noche las hermanas nos autoproclamamos mayores, independientes y valientes, y decidimos dormir en el jardín en una tienda de campaña. Lo raro fue que nos dejaron... y es que cuánto saben los padres, a las dos horas estábamos de vuelta en la casa, metidas en la cama. Nunca repetimos.

Luego llegó la adolescencia y decidimos que queríamos pasar más tiempo en Madrid, con la panda. Y poco a poco la casa de la sierra se fue quedando sola y vacía. Tan poca gracia nos hacía ya que la alquilamos por un tiempo indefinido que a mi me pareció larguísimo, hasta que llegamos a la universidad y nos dimos cuenta del error que cometimos años antes.

Finalmente la desalquilamos, la reformamos, y ahora es la misma casita acogedora, con el mismo olor, las mismas paredes, los mismo recuerdos. Me muero por volver.

 
Sigue leyendo...

lunes, 7 de septiembre de 2009

Fuerte

Hace semanas que dormís en habitaciones separadas y usáis el baño siguiendo turnos establecidos con el silencio de una mirada; ya no os une nada más que las paredes que encierran tu apartamento. Él busca otro sitio donde vivir, pero está todo tan caro, cómo váis a pagar dos alquileres, sería un suicidio económico, le acalaras rápidamente a todo el mundo.


También os une Rodolfo, el estúpido gato de su hermana que os ofrecisteis a cuidar una semana santa, y se convirtió en vuestro sin que sepas cómo. Él cree que el gato debe quedarse contigo porque pasas más tiempo en casa y tú sabes que el maldito animal fue tu eterno refugio cuando él no pasaba la noche en casa y te invadía esa inmensa soledad. Parece mentira, pero pasa casi más tiempo en el apartamento ahora que no estáis juntos que cuando compartíais cama, sueños y un futuro.

Y tú siempre estás esperando a que él vuelva a ti. Ya no sales, no quedas con nadie, vagas por el salón esperando a que él pase por casa. Dejas la puerta de tu dormitorio entreabierta por si se atreve a colarse entre tus sábanas en mitad de la noche. Al irte a dormir dejas la lucecita del recibidor encendida, porque sabes que invetiablemente él la apagará al llegar, después de cerrar el bar, y así cuando te despiertas en mitad de la noche sola, desnuda y fría, si la luz ya está apagada aún puedes soñar que esta noche sí encontrará el valor para colarse por tu puerta entreabierta y hacerte suya una vez más.

Pero él vuelve a casa y ni piensa que estás del otro lado del tabique. Él llega, se ducha y se duerme. Sin remordimientos, ni culpa. A fin de cuentas fuiste tú quien decidió terminar con lo vuestro. Eras tú quien no tenía suficiente, quien daba pero no creía recibir a cambio, quien no era feliz. Él nunca se quejó a tu lado. Tal vez no era perfecto, pero era lo que era. Sin engaños, sin mentiras, sin máscaras. Siempre fue fiel a sí mismo, y lo que un día te enamoró, de pronto empezó a consumirte.

Y así pasarán las noches y los días, hasta que él aparezca por la puerta con una rubia colgada del brazo, y te presente como a su compañera de piso. Así que ármate de valor y si no eres feliz con él que haga la maleta y se largue a casa de un colega. Pero si sabes que no puedes ser feliz sin él, esta noche deja de jugar a ser fuerte, levántate y cuélate tú entre sus sábanas.
Sigue leyendo...

sábado, 5 de septiembre de 2009

¿Y si el futuro fuese este?

La noche era tranquila y tú y yo cenábamos juntas, conmigo. Tal vez debo aclarar que éramos tú y yo dentro de 20 años, cenando conmigo hace una semana. No sé por qué, ni cómo ni cuándo surgió la idea de esta cena. Parece como si esas dos que tal vez seamos un día hubiesen querido mandarnos un mensaje.

No parecían infelices, no diré lo contrario. Reían con ganas, se veían despreocupadas, discutían de vez en cuando, y como buenas amigas una idea más tarde ya habían olvidado por qué discrepaban.


Pero había tanto en ellas de lo que ni tú ni yo queremos en nuestras vidas. Los príncipes azules les habían salido rana, y cuando por fin se dieron cuenta pusieron fin a relaciones imposibles llenas de drama, pero quedaron tocadas. Mandaron a las ranas al estanque y se prepararon para vivir vidas nuevas, aún se sentían jóvenes y capaces de empezar de cero.

Pero la realidad era tan distinta. Llegaban tarde a la fiesta de la vida, que había terminado hacía ya horas. Todos parecían haber salido de ella emparejados, unos más afortunados que otros; mientras ellas estaban solas. Solas.

Se refugiaron la una en la otra, como si dos personas débiles se convirtiesen auntomáticamente en una fuerte. Se rodeaban de gente, cenas, fiestas, pero todos acababan marchándose, sólo estaban ahí para lo bueno, y luego la casa volvía a quedarse vacía. Una casa a la que evitaban volver escondiéndose incluso en la oficina. Cualquier hombre valía si les hacía olvidar por un rato a los que vinieron antes y les arruinaron la vida.

Y es que la vida puede ser un arcoiris, o una mierda. La de ellas parecía vacía, gris. Ya no eran infelices, porque se habían acostumbrado a tantos años de miseria. Y eso fue lo que me asustó, ver que ya no luchaban por algo mejor, por lo que de verdad querían. Se conformaban con despertarse un día más y seguir viviendo en su burbuja de autocomplacencia. Y así seguian, solas.
Sigue leyendo...